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jueves, 15 de enero de 2009

INADAPTADOS. CAPITULO 1. ALICIA.






ALICIA

El último escalón me hizo notar que se me había olvidado algo, tanteé mis bolsillos, el dinero estaba en su sitio, las llaves y el tabaco también; el vacío estaba en mi cara: las gafas de sol. Ahora no podía subir, me esperaba Alicia, luego las cogería.
Crucé el vestíbulo y al salirel sol me dio tan fuerte en la cara que tuve que mirar hacia abajo. Cuando logré atravesar la calle, entre lucecitas de colores que rondaban por mi cabeza y los pitidos de un nervioso conductor, observé como dos hombres, ya entrados en años, y un muchacho de unos veinte más o menos, sacaban entre los tres los enseres de la que parecía ser la casa de uno de ellos. De mudanza con el calor que hace, pensé.
Me dirigí hacia el coche, que debía de estar al rojo vivo a las dos del mediodía; lo había aparcado a tientas la noche anterior a causa de toda la cerveza que tragué. Un Golf GTI de segunda mano. Negro. Inmaculado a excepción de unos pequeños agujeros en el asiento del copiloto, mi compañero inseparable. Arranqué y me fui pitando.
Alicia se enfadaría mucho si volvía a llegar tarde; y no era para menos, las entradas de Pulp se estaban acabando y desde dos meses antes venía martilleándome la cabeza con que la llevara al concierto. No me apetecía mucho verlos, pero algo tendrían que ofrecer.

El semáforo en rojo de la calle Herreros, que circuncidaba a la Plaza Mayor, me permitió ver durante un momento el ir y venir incesante de gentes. La calle hervía. En una de las callejuelas que escondía la plaza en su manto de piedra unos cuantos jipis hacían malabares en la puerta de un bar; a su lado el camarero, que los miraba despectivamente mientras esperaba que alguien se sentara a tomar algo.
Rodeé la plaza y me dirigí hacia el este de la ciudad por la Avenida de Miraflores; Alicia vivía en San Bernardo, unas cuantas manzanas antes de llegar al Parque del Sol, en un coqueto ático que su padre le compró al terminar la universidad.

Aparqué en doble fila frente a su edificio y antes de poder bajarme del coche advertí una sombra morena acercarse muy deprisa.

Venga tío, llevo esperando casi media hora aquí.

Lo siento, me disculpé, el tráfico está insoportable.

Se acomodó en el asiento, estirando sus largas piernas, y encendió un cigarro.

Arranca- me rogó como se le ruega a un preso para que de vueltas en el patio de la cárcel. Fumaba con un estilo muy peculiar, parecía que iba al lado de Bette Davis, una pajarita muy presumida.

Al llegar a la esquina de la calle Sanzol un impresionante atasco nos detenía, la grúa municipal se llevaba un mercedes descapotable que se había empotrado contra una furgoneta. No aguanto los atascos. No aguanto esperar mucho en un sitio y menos rodeado de engendros al volante que no paran de apretar el claxon, así que doblé a la derecha y me colé por una calle que no conocía en dirección contraria.
La jugada me salió bien, aparecimos en el desvío a la autovía que atravesaba la ciudad y como pude me incorporé al tráfico. Alicia ya estaba acostumbrada a estos arrebatos automovilísticos; sin inmutarse puso la radio y, tras apagar el cigarro, encendió un porro que había encontrado en la guantera. Pronto el coche se inundó de un humo blanquecino y espeso y de un olor inconfundible. Por los altavoces, Joe Strummer dejaba oir su London Calling. La música parecía dormitar sobre las nubes de humo y yo me encontraba feliz de ir al lado de un bombón, me hacía sentir seguro, hambriento de vida, y en ese momento también colocado. Era líbano rojo, el mejor costo que he probado nunca; se lo cambié a un moro que llegó al barrio desde Tánger por unas zapatillas que no usaba y diez euros.

Nuestro camino torcía a la derecha en el desvío del kilómetro cinco. Apagué la chusta al llegar a la glorieta de Pinillos y bajé la ventanilla recibiendo un zarpazo de aire caliente. Agosto, una pesadilla de la que llevaba mucho tiempo sin escapar. El sueldo de repartidor no daba para viajar a las playas del sur, no llegaba casi ni para pagarle al casero. Menos mal que La Farola no cerraba por vacaciones. Allí nadaba en cerveza en vez de en agua salada y cristalina.

Acelera que no llegamos – me estaba empezando a cansar de tanta orden, pero puse el coche a ciento veinte al llegar a la avenida Cifuentes, vacía en esos instantes.

Dos calles más al norte una hilera de álamos en la acera de la izquierda anunciaba el final del trayecto. El Teatro Real era el sitio. Un monumental edificio construido en los años cuarenta donde se quemaba el filete cultural de la ciudad. No tuve ni que bajarme del coche; Alicia salió flechada mientras yo intentaba aparcar en un reservado para personal de las instalaciones, y volvió en un santiamén con las dos entradas. Le intuí una leve sonrisa mientras se acercaba.

¿Tienes un cigarro?

Fumas demasiado.

Déjate de historias, dame un cigarro.

No te pongas borde, de todos modos solo tengo un par de porros; toma enciende uno. Saqué una pequeña caja de debajo del asiento y la abrí ofreciéndole el canuto.

Excepto esas pequeñas interlocuciones para pedir tabaco o velocidad, Alicia llevaba todo el rato muy callada, como si le preocupara algo, y eso no era normal en ella. Nunca le hacía preguntas, siempre parecía muy segura de sí misma, pero desde hacía unas semanas tenía un comportamiento un poco extraño.
Otra vez el humo blanquecino nos envolvía.

Perdona, estoy estresada con la...

Está bien, no te preocupes- la interrumpí-, vamos al Manolo.

El Manolo es una tasca en la que ponen la mejor tortilla de patatas que he probado. Cada vez que la como me recuerda lo mal que la hacía mi madre, lo mal que mi madre hacía cualquier comida. Hace dos años le dio una parada cardíaca y ya no pudo cocinar nada más. Mi padre no cocinaba, casi ni comía.

La dichosa tasca está en el barrio, así que habría de atravesar de nuevo la ciudad. Media hora de camino entre semáforos y yonkis que no hacían más que guarrearme la luna delantera del coche, Alicia se descojonaba cada vez que intentaba echar a alguno. Al menos ahora reía, me disgustaba verla seria.

Aparcando vimos salir a Miguel corriendo porque se le escapaba el camión de reparto. Miguel es el camarero. Un tipo alto y fuerte, con un vozarrón que achanta a cualquiera que no le pague las copas.
Debía haberse distraido –las distracciones son frecuentes en él- dentro del almacén y no oyó al conductor del camión. Se quedó parado en la esquina maldiciendo en voz alta y agitando unos papeles mientras varias mujeres mayores, probablemente vecinas de la calle, le observaban cuchicheando entre ellas.

¡Hombre, si está aquí Ramoncín en persona! ¡Y que bien acompañado que vienes! Al entrar le había cambiado la cara por completo, sonreía como un chiquillo.

Que tal Miguel, como va la mañana

Pues no va mal, anda sentaos que os pongo unas cañas.

Y dos pinchos, añadió Alicia.

El Manolo, antiguamente lugar de puros, coñac y toros, había estado a punto de cerrarse varias veces por falta de clientela; su anterior propietario, un tipo de pelo negro hollín y bigote rizado, intentó arrendar el local varias veces sin éxito y al final decidió vendérselo a su sobrino, Miguel. No me explico cómo pero el bar empezó desde entonces a llenarse de gente.

Nos acomodamos en una mesita a la izquierda de la barra , debajo de un botijo blanco y azul colgado en la pared, en el que se podía leer: “Esto es pintura sr. Magritte” .
En la tele ponían un documental sobre la violencia en el fútbol argentino, salían diez tios cosiendo a patadas a un chaval que sangraba en el suelo.

Terminé la birra y pedí otra. Entre bocados a la tortilla Alicia me habló de un proyecto inmobiliario en el que su padre andaba metido y en el que yo debía participar. La miré pensativo. No me parecía mala idea con tal de conseguir dinero extra, pero no creía estar preparado y así se lo dije.

No te preocupes, ya buscaremos un hueco en el que meterte, lo importante es que te vayas dando a conocer. Tienes cualidades para estar ahí.

Las insinuaciones sobre el tema eran constantes desde hacía unos meses.

Con traje y corbata ganas mucho, aunque no lo creas, a mí me pones, dijo con la sonrisa más falsa que recuerdo en ella.

Ni le hacía preguntas ni me enfadaba nunca por nada que pudiese hablar o hacer, así que sonreí igualmente. Aquél trabajo no era para mí, pero ya se lo haría saber en el momento oportuno. No es que fuera a seguir de repartidor siempre, eso estaba claro, pero tampoco iba a ser el lameculos de nadie.

Alicia había pedido más tortilla y la devoraba con ansia. Si se encontraba a gusto las maneras semivictorianas de su educación desaparecían. De pronto paró, me miró y sonrió.

Está rico el costo ese que llevas, joder.

¿Te ha dado hambre, no?

No me mires así mientras como.

¿Así cómo? Empecé a reirme.

Cómo si fuera una palurda. Ahora si que me reía.

¿De qué te ríes tanto?

De nada, es que con la cerveza me da la risa.

La cerveza es para mí el líquido elemento, hace que la resaca del día anterior desaparezca por completo y me devuelve al estado de colocón feliz y sin responsabilidades. Y eso pareció incomodar a Alicia.

Ya no bebas más que me tienes que llevar a casa.

Pero si solo me he tomado un par. Podrías dejarme beber unas cuantas más y llevarme tu a mi casa, tenemos la tarde libre.

Yo no, he quedado con Mario para repasar el guión.

¿Mario? ¿Ese engominao de la Cultural? Es un payaso. Yo había pensado...

Ni siquiera le conoces- tajó-, es muy inteligente. Y además... ¿tu que planes tenías para mí?

Pues... déjalo. Me empezaba a hartar ser siempre el ratón en su juego. La miré despectivamente y lo notó.

Sabes que tengo que ensayar, ya tendremos tiempo para nosotros, dijo suavemente.

Alicia quería ser actriz, ese era su sueño, pero la verdad es que no valía demasiado. Era muy expresiva pero no terminaba de convencer a ningún director. A sus veintisiete años su mayor virtud sobre las tablas era el dinero de su padre.


Palpé mis bolsillos: la tortilla y las birras habían hecho estragos en mi precaria economía. “Que el amor no te vacíe la cartera” advierten las lenguas insatisfechas; en mi caso el amor es hacia mi mismo, soy un tipo totalmente epicúreo, vivo para el placer y el placer está en los bares. Siempre he pensado que la vida es un pasatiempo en el que puedes ser un tornillo o la llave que lo enrosca; suelo cambiar de bando según me interese.

Llevé a Alicia a su casa y quedamos en vernos el dia siguiente - el día siguiente podía ser cualquier día. “Ya te llamo”. Esa era la frase perfecta.Con Alicia siempre había sido así, no podía ni debía esperar nada más -.

Subí las escaleras de mi apartamento totalmente sofocado, exhausto como si hubiera corrido una maratón. Eran las cinco de la tarde y no tenía nada que hacer. Dejé las llaves en la pequeña cómoda del salón -que me regaló mi madre cuando me mudé de su casa- junto a las gafas de sol, y me senté en el sofá mirando al techo y respirando profundamente.
La idea de tragar basura televisada me dio asco así que enchufé la guitarra y me puse a berrear. Seguía aburrido. Maltratar temas de la Velvet no tenía mucho interés en ese instante. Encendí un porro y me asomé al pequeño balcón que poseía mi piso. La plaza en la que vivo, San Nicolás, estaba tranquila. Apenas un par de madres con los crios correteando por ahí. Me entraron unas ganas locas de escapar a donde fuera, pero estaba cansado, asi que me fui a la cama.




**************************





“Dos cadáveres más han sido hallados sepultados entre los escombros del edificio Tayso en Pekín. El número de víctimas mortales aumenta así hasta los cincuenta y seis. Por el momento las autoridades...” Con un manotazo apagué el despertador. Eran las dos de la madrugada y estaba empapado en sudor. Quizás había tenido una pesadilla. No sé porqué cojones sonaba esas horas pero me había jodido.

Prenderle fuego a un pitillo me devolvió a la realidad de una habitación mustia y totalmente a oscuras. Me levanté y fui al baño. Observaba la meada como un torrente de frustraciones, se escapaba por aquel agujero el sueño de una vida emocionante. Me dí una ducha fría y luego me coloqué el albornoz y me afeité. En el espejo me pareció ver a un cuarentón desempleado, solo me faltaba el marca.

Encendí la tele y entre pornografía barata y venta por catálogo opté por irme al bar de Chaski, el Cabana, por el que sólo aparecían delincuentes y yonkis. Un ambiente de lo más saludable para mis disquisiciones mentales.

La calle a esas horas era una especie de mapamundi del caos: basura alcohólica, destrozos inmobiliarios, policía por todos lados. Recorrí la calle Majón y al doblar la esquina pude intuir el letrero cochambroso del Cabana invitando a entrar a cualquier maleante.

La primera mahou descorchó mis ambiciones esa noche, no tenía ganas de escuchar a nadie, solo desahogarme.
Ausculté el ambiente sin moverme demasiado de mi asiento y no vi nada que mereciese la pena intentar, solo una pureta a la que se le había pasado la hora. No era el lugar ideal para intercambiar fluidos, estaba claro.

Pedí otra mahou, y salí por la puerta despidiéndome del Chaski cuando noté que alguien se acercaba por detrás. Instintivamente me dí la vuelta y quedé frente a frente con un tipo bastante más alto y fuerte que yo; pensé que era otro yonki que querría arañar un poco mi cartera, pero al salir de la penumbra en que quedaba su rostro, reconocí a un antiguo compañero de batallas, el Juancar.

Pero tío, que susto me has dado, que haces escondido...

¿Cómo está el señorito? –. Me golpeó con su antebrazo en el pecho, recordándome el estilo que siempre lo acompañaba.

Estaba bien hasta que han dejado de flotar mis costillas, cabrón.

Siguen sin gustarte mis caricias, eres un enclencle –dijo enseñándome su dentadura incompleta y cochambrosa- Tu no te vas de aquí, llevo mucho tiempo sin verte y tengo muchas cosas que contarte. Además... vienes solo, Alicia estará por ahí, así que no tienes obligaciones.

Me alegraba ver al Juancar pero esa madrugada iba ebrio de pensamientos y no me apetecía demasiado escuchar las trifulcas en las que se había visto envuelto el grandullón que tenía enfrente. Era - y digo bien, era-, sin embargo, uno de los tipos más testarudos que había conocido nunca, no se me ocurrió decirle que no, simplemente que nos largáramos de allí.

Este sitio apesta tronco. Vamos al Ensanche, ¿traes vehículo no?. Frunció el ceño pero al momento sonrió.

Está bien. Je je je. Bramaba en lugar de reir. Pero mira que guiñapo estás hecho. Deberías salir de la ciudad un tiempo; vete al campo, alquila una casita tio, je je je.

Que te den. Estoy subiendo de nivel, tengo un trabajillo, un asunto entre manos, no te preocupes por mí. Además, ¿tu te estas viendo? Seguro que tu madre no te echa mucho de menos. Vámonos anda, esta noche me vas a traer suerte.

Deja la birra que acabo de tapizarlo.

Un Toyota Celica negro con los asientos de cuero. La imagen del gordo abrochándose el cinturón era esperpéntica. Resoplaba como un cerdo. Yo estaba fuera del coche todavía, dando los últimos tragos a la cerveza, que por supuesto no dejé.

No se te ocurra derramarla o te mato.

Arranca de una vez, pesao.

El motor rugía por la solitaria carretera de Callada, la que conecta Las Aneidas, el suburbio por el que me arrastro, con la autovía del centro. Mi plan era emborrachar a Juancar y dejarlo durmiendo en su coche cuando estuviera inconsciente, más o menos como siempre, aunque esta vez llamaría a Lola, su mujer, para que no preguntara por él en los hospitales.
La idea era fácil de llevar a cabo siempre que el bolsillo de mi antiguo colega se vaciara más que el mío.

Iremos a los billares que quiero hablar con el Bala para un asunto. Y luego, ¡a quemar la ciudad!

No hacía falta ni preguntar que asunto o que clase de asunto. Eran negocios. Probablemente drogas.
Aparcamos justo delante del restaurante de Azzo, un italiano cincuentón que se había convertido en el alma del barrio que pisábamos, Carretas, la parte más extensa del casco antiguo. Juancar me dejó en el coche y prometió volver en diez minutos.

Pasada media hora me empecé a desesperar. Nunca puedo acompañar al gordo cuando va a tratar con cualquiera de sus desquiciados clientes. O quizá el cliente sea él.
Salí del coche a estirar las piernas. Mientras encendía el enésimo pitillo empezó a sonar la campana de San Ignacio dando las tres. Las luces del restaurante se apagaron. Me quedé un rato esperando algún movimiento y nada. ¿Le habrá ocurrido algo? El gordo nunca tardaba tanto. Empecé a acercarme lentamente a la puerta azul por la que había entrado Juancar.

Los billares estaban cerrados a esas horas, solamente recibían a las mulas. Todo estaba silencioso. Lancé la colilla a un caño y asomé la jeta por la puerta pero no ví a nadie.
Esperaré cinco minutos más y luego entraré a por él, pensé casi en voz alta, como para darme ánimos. De pronto sentí una sensación extraña, mi líbido se había ido buscando otro cuerpo que poseer. El instinto me aconsejaba cautela pero la impaciencia es una de mis virtudes más logradas, de modo que empujé la forja pintada de azul que me negaba el acceso.
El recibidor, si se podía llamar así –parecía un búnker decorado con pin ups gigantes-, seguía vacío. No se escuchaba ningún ruido, y en las mesas no había nadie. Al fondo un letrero prohibía la entrada a una habitación de servicio. Supuse que estaría ahí intentando regatear a su camello el precio de algún porte.

Tranquilamente me acerqué a la barra y me serví un chivas doce años con dos hielos. Me la deben –pensé-, son muchos años pagando aquí.
En realidad no sabía muy bien que estaba haciendo pero fui hacia la puerta y la abrí. No había nadie. El ambiente era denso, viciado, olía a tabaco y sudor dentro de aquella estancia, el rastro de una charla animada, o una discusión.
La luz era tenue, una pequeña lámpara colocada encima de una estantería de metal iluminaba la habitación, en la que había, además, una mesa con un ordenador y facturas desordenadas que revisé sin mucho interés, y un mueble bar. Dí un par de tragos al whisky y lo dejé sobre la mesa, junto a un cenicero apestado de colillas de ducados que confirmaba la presencia allí de mi colega.
Me dí cuenta de que había una puerta al lado de la estantería de metal en la que estaba la lámpara, no la había visto antes, pero estaba cerrada.

Puto gordo, ¿dónde coño se habrá metido? Empecé a dar vueltas sin saber que hacer.

Clanc, clanc, clanc, clanc. Escuché una especie de martillazos detrás de aquella puerta, un sonido vago pero perceptible, como muy alejado. ¿Era otra sala? En principio supuse que aquel era el acceso trasero a los billares, pero el ruido parecía indicar que había más estancias.
Empecé a pensar en la estructura del edificio en el que me encontraba; los billares ocupaban la planta baja de las tres que había, y en su totalidad no creo que cubrieran todo el espacio disponible. Al menos en lo que al público se le mostraba; probablemente aquella puerta era la entrada al almacén donde el encargado de la barra guardaba el alcohol, y donde el jefe hacía sus trapicheos.
Clanc, clanc, clanc.

¡¡Ah hijos de puta!!

Ahora podía oir al gordo chillar, pero también muy de lejos, como en otra habitación. Tomé impulso y me lancé contra la puerta pero lo que conseguí fue darme una hostia. Veo demasiada televisión.
Debía de haber otra entrada, quizás por detrás, como había pensado antes.. Salí de allí buscando la espalda del edificio. La excitación se había convertido en agitación nerviosa.
Cuando llegué a la calleja de atrás observé una luz muy intensa que asomaba a través de pequeñas ventanas alineadas en la parte baja de la fachada. ¿Para qué querrán tanta luz? Debajo varios contenedores precedían a la puerta que yo buscaba. Y estaba abierta.
Me colé sigilosamente observando el lugar de cabo a rabo. Muchas veces estuve en aquel tugurio para comprar la mierda que venden. Hablando con los camellos, que aunque lo negaban, todo el mundo sabían que trabajaban para el jefe -así salvaba su culo, aunque se delinquiera en el local, no tenía ningún tipo de responsabilidad-, o intentando emborrachar a alguna. Pero nunca había entrado al almacén.
Era un local mucho más grande que los billares, totalmente vacío a excepción de unas cuantas cajas apiladas al fondo, junto a la puerta que yo había intentado abrir inútilmente desde dentro. También unas escaleras que conducían a otra sala superior, probablemente donde Juancar estaba en apuros.

Mientras dudaba si subir o no, comprobar si mi amigo estaba en peligro o solo se había desatado mi imaginación al escuchar aquellos martillazos, se oyó un golpe seco. Otro. No había duda, lo que escuchaba eran disparos. Disparos enlatados, como si el arma portara un silenciador. Un gemido ahogado fue lo último que oí del gordo.

Con el corazón encogido corrí hacia las escaleras imaginando como entrar sin que me pegasen un tiro a mi. Estaba a punto de alcanzarlas cuando la puerta empezó a abrirse.

Garro, saca a ese imbécil de aquí y límpialo todo. Y luego deshazte de su coche, estará en la puerta. Lo demás es cosa mía, ya vendré a recogerlo, ¡ni se te ocurra tocarlo o tendremos problemas!

La voz grave del jefe retumbaba en el almacén mientras yo me escondía detrás de las cajas de bebida.
Antonio Sánchez, el Seco –el sobrenombre correspondía a un físico desproporcionadamente enjuto- estaba todavía hablando con uno de sus matones para que se encargara del cuerpo.
No podía creerlo. ¿Pero en que andas metido, maldito idiota?- pensé mientras oía rechinar mis dientes. Lo habían asesinado. Mi sangre fría estaba empezando a regurgitar detrás de aquellas cajas. No, será otro, el estará fuera esperándome en el coche; pero esa era su voz...
Me apreté lo más que pude a las cajas mientras el Seco bajaba por aquellas escaleras mugrientas. Un sudor frío me recorrió la nuca. Estaba casi al descubierto, pero aquel hombre atravesó el almacén como si viniera de comprar. Con un aire de tranquilidad pasmoso. Tuve suerte, el jefe había saldado su cuenta y ya estaba tranquilo. Tranquilo y despistado, cualquier otra persona se hubiera dado cuenta de que estaba allí.
Cuando por fin salió del almacén subí las escaleras provisto de una vara de hierro que estaba junto a las cajas, probablemente para arrastrarlas hasta dentro del bar. Despacio abrí la puerta y pude ver como aquél sicario de tres al cuarto liaba a Juancar en una manta. Estaba de espaldas y no se percató de mi presencia. Supongo que después del golpe que le dí le costaría recuperarse un par de semanas.

Desde que dejó la droga no había vuelto a ver aquel rostro desfigurado, sin ojo derecho por un accidente en la cocina; era el Garro, un chaval que se crió conmigo en la Saltina, un colegio de pago de los jesuitas, y que ahora lo mismo te abría en canal que te llevaba flores; era el recadero del jefe. Recosté a aquel trapo en un sofá y, por si las moscas, arranqué el cable de una lámpara de pie y lo até de pies y manos.

Juancar estaba tirado junto a él, semicubierto por la manta , con la cara ensangrentada y una expresión de dolor que acabó por contagiarme. Tenía las manos molidas por los golpes del martillo y dos balazos en el pecho.

Mis ojos se humedecieron por completo, pero hacía ya años que me juré no volver a derramar una lágrima por nada ni nadie. La que si iba a llorar era Lola.


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INADAPTADOS ES UNA OBRA DE JOE EZTRUMER. LOS DERECHOS KE SE DERIVAN DE SU CREACIÓN Y PUBLICACIÓN ESTÁN SUJETOS A LA VALORACIÓN DE LOS LECTORES. SI KIERES KE ESTO DURE, COMÉNTALO.



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DEKADENCIA SONORA 2009

2 comentarios:

Anónimo dijo...

EL RETRASO TIENE KE VER CON LA TECNOLOGÍA PRECARIA KE DISPONEMOS EN DEKADENSIA ZONORA. MIR DIZCULPAH.

JOE EXCHUMEX

Dekadencia Sonora dijo...

Al fin el esperado estreno!!!!!!!

Manerasdevivir.com

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