EL CLUB DE LA LUCHA
Hay un sitio, un lugar, una sensación, hay algo que pescar. Será el futuro? No hay futuro. La vida es una sucesión cíclica de apagar y encender la luz. Hay días en que todo parece oscuro. Hay días en que es mejor no levantar la persiana porque la lucidez no permite ver las cosas con claridad. La confusión llega a todos lados: un médico que salva a un testigo de jehová contra sus creencias, el campesino que pide un préstamo al banco para comprar una agria creyendo que el fruto de su esfuerzo se verá recompensado, el preso que se ahorca, la puta que sangra. Todos ellos tienen en común la esperanza del cambio. Del cambio radical en sus vidas. El lado malo, el bueno, el de enmedio. Todos escogen su camino sabiendo lo que "quieren", a lo que han sido inducidos u obligados desde el nacimiento. Todos apagan y encienden la luz de sus vidas mecánicamente. El médico elige salvar la vida, reanima vegetales, y ni siquiera él se cree sus consejos, ni siquiera los practica, se siente culpable por administrar veinte miligramos de valium a alguien que tien dudas sobre sí mismo, a cualquier enfermo sin enfermedad, de esos que plagan las aceras de la cobardía; pero necesita mantener su vida, sentirse satisfecho ante el televisor cuando llega a casa, obviar a su familia o a la sociedad -a cualquiera hay que conseguir obviar, porque si no es así comienzan los remordimientos-, hacer como que lucha.
El campesino intenta mantener la tierra que labra limpia, sin impurezas humanas, extrayendo de ella los frutos que tanto trabajo han requerido, recordando los surcos que el sol hacía cicatrizar en la frente de sus padres mientras acarreaban las cestas hasta los mulos. Oliendo a mierda. Así, luchando y sufriendo cada día por sus tierras -las que trabaja-, su sangre se envenena cuando el fruto que realmente recibe es un miserable jornal y no la vida; la que le daría el ser dueño de su destino sin depender del valor monetario del trabajo. Porque el valor monetario del trabajo y el producto de ese trabajo es lo que fulmina su lucha, vendiendo y comprando cachos de vida, cachos de tierra, sin darse cuenta que la tierra es solo una y él mismo con ella.
El preso no entiende de leyes, sólo entiende los golpes. Solamente le vale sobrevivir día a día. Le convencen a base de hostias de que la solución es ser una pared. Le convence su abogado para que confíe en él, para que confíe en el sistema y en las reglas de juego que la vida le ha llevado a desechar. Y confía. Y juega. Y pierde el juego, porque al salir, si sale, se da cuenta de que no se respeta ni respeta lo demás, ni siquiera le respetan a él , aunque luche, aunque sangre, su vida se convierte en un estoico devenir sin preguntas ni respuestas, sin los objetivos del médico o el campesino, porque su corazón sigue en la celda, o quizás es su cuerpo entero el que pende de una soga dentro de la celda.
La puta es puta y ya está. Vende su carne por necesidad o placer y asunto resuelto. Vaga de un lado a otro, o tiene su punto fijo de compraventa de amor y allí pasa sus días, en una esquina de el arenal o en bungalow hediondo de shangai, comparte un tazón de arroz con cuatro de sus hacinadas hermanas, tiene dos hijas y es adicta al pegamento, enseña sus pechos a un misógino que primero la jode y después la mata. Y desde su tumba es capaz de ver como avanza el tiempo gracias al sabor del dinero y la fuerza. Pero ella no pertenece al club de la lucha en el que nos han encerrado. Ella no puede luchar porque no existe. Las putas no viven, solo sangran, y de eso nadie se acuerda.
Joe Eztrummer
derechosmaltratados2007
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