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martes, 24 de febrero de 2009

INADAPTADOS, CAPITULO 2, LOS DOS QUILOS. (primera parte)

Salí corriendo después de cabilar que debía sacar a Juancar de allí. Acerqué su coche hasta la verja, observando cada rincón de la calle, luego volví a la habitación donde todo se había ido al garete. La cara de mi colega estaba pegajosa por la sangre. Lo arrastré por aquellas escaleras enmohecidas y, con un esfuerzo bestial, conseguí subirlo al asiento trasero.
A pesar de lo apurado de la situación no se me ocurrió llamar a la bofia, nunca les tuve demasiado respeto a los uniformes; las pistolas de la calle siempre han tenido más poder donde yo vivo. Y jugársela al Seco es casi una sentencia de muerte, Juancar ya lo había comprobado.
Dos meses después de aquello supe por un amigo común que les debía dos mil euros de un porte de farla que el muy imbécil quiso quedarse sin que el jefe lo notara. Como todo buen comerciante el Seco se dio cuenta rápidamente de quien era el crio que intentaba quedarse con sus caramelos, y lo castigó como se merecía.


Una manta que había en el maletero dio sepultura momentánea al cuerpo de mi desgraciado amigo. La mejor idea que tuve en ese momento fue llevarlo a su casa; eran casi las cuatro de la mañana y no habría muchos vecinos mirones interesándose por alguien que transporta un cadáver.

El ser humano es raro de cojones; hasta en las situaciones más comprometidas prevalece el instinto de supervivencia sobre lo correcto. Si me pillaba la madera mi futuro sería el de un supuesto homicida pues nadie iba a acusar al jefe, y menos un cobarde como yo.; si el Garro me había reconocido podía acabar siendo la merienda de un par de mastines. Al llegar a Díaz de Caballanes empecé a darme cuenta de que quizás lo correcto en esta vida es sobrevivir. Quizás, simplemente, eso era lo que intentaba Juancar. Trabajando en una refinería sesenta horas a la semana yo también intentaría pegar algún que otro palo.

Pensar todo esto me mantuvo sereno durante un rato.

Juancar tenía una pequeña casita que su mujer, Lola, se había ido encargando de transformar en un hogar gracias a las horas que daba en una tienda de ropa del centro de la ciudad.
Estoy convencido de que no sabía nada de los trapicheos de el gordo. Y no era precisamente la primera vez que hacía algo de esto. Hacía unos años Lola estuvo a punto de largarlo por una historia con unos marroquíes que se presentaron a reclamar la parte de un negocio común. El día de navidad, con toda la familia en casa. En esa ocasión Juancar recibió el indulto. El amor pudo más que el bochorno y la promesa de no volver a cagarla surtió efecto entre los parientes, que no le dieron la espalda. Los marroquíes lo dejaron en paz una vez que hubo devuelto el dinero y empezó a estabilizarse.
Un par de años a la sombra entre las roñosas paredes de la nave de Gasóleos Ramírez le insufló un aire de responsabilidad que Juancar nunca había transmitido. Sólo faltaban los hijos para que aquello pareciera una familia.

Así, Juancar podía parecer en un primer momento una bala perdida, una de esas personas que no tiene los pies en el suelo, que imagina negocios y posiciones que nunca alcanzará, uno de esos que sueña con salir del barrio. La realidad era bien distinta, como suele suceder en esas ocasiones en que catalogamos a las personas como personajes, Lola se encargaría de ponerme en situación unas horas más tarde.

Giré a la izquieda en Sanzol para entrar a Las Aneidas atravesando el polígono donde estan las oficinas de la refinería, evitando cualquier mirada indiscreta. Juancar vivía en la calle de los barriles, llamada desde antiguo así porque era donde se apilaban los cilindros de aluminio que contenían el gasóleo.

Aparqué en un callejón trasero y avancé unos cuantos metros en dirección a la puerta pero me detuve; encendí un cigarro.

No era capaz de articular un pensamiento cuando menos unas palabras de consuelo. ¿Lo siento? Maldita sea mi estampa, no puedo presentarme y decir lo siento, pensé muy ofuscado.

Mi barbilla comenzó a temblar al recordar la cara ensangrentada de Juancar. Por un momento pensé en dejarlo junto a un contenedor de vidrio y largarme de allí, pero había que hacer lo correcto, era mi amigo.

Inspiré lentamente la última calada al cigarro y subí los escalones que separaban la acera de la entrada a la casa. Podía decirse sin duda que era la mejor casa de la calle, la única de dos plantas que quedaba en pie en todo el barrio, las demás viviendas eran pisos de reciente construcción, o viejos y sucios bloques ocupados por inmigrantes.

Desde esa posición pude ver que una lámpara de mesa iluminaba el dormitorio, algo extraño por las horas que eran, pero al menos estaría despierta, lo cual me tranquilizó un poco. Llamé al timbre y esperé a que bajara. A los cinco minutos no hubo respuesta y apreté el botón un par de veces más, pero todo siguió en silencio. Me situé en el medio de la calle intentando atisbar algún movimiento por la ventana iluminada, pero fue en vano; tuve miedo de que no estuviera. ¿Se habrá dejado la luz encendida? Me acerqué a la puerta de nuevo y escuché unos pasos apresurados bajando las escaleras.

Lola salió con un camisón rosa y la cara descompuesta. Al verme se echó a temblar, estaba pálida. Había envejecido desde la última vez que la vi, aparentaba cuarenta y muchos.
Estaba muy nerviosa. Desde siempre le había encontrado un poco ingenua, pero en aquel momento parecía saber perfectamente lo que le iba a decir.

Vamos adentro – le dije suavemente. Pero Lola empezó a llorar y a gritar.

¿Dónde está? ¿Dónde está? - repetía con desesperación mientras tiraba de mi camiseta con fuerza.

Intenté calmarla sin ningún éxito, así que la llevé al coche y le mostré el cuerpo de su marido.

Se quedó parada de espaldas a mí y empezó a sollozar lentamente. En ese momento comprendí lo equivocado que estaba. Lola sabía perfectamente en qué apuros se encontraba Juancar.

Vamos al hospital de Auxilio Social – alcanzó a decir unos instantes después. Nos han atracado y a Juan Carlos le han disparado. Veníamos de casa de mi madre. Espérame aquí cinco minutos.

Me quedé de piedra. La hija del antiguo tendero del barrio contuvo su estado de ánimo y fue dentro de la casa. Conocía al Seco de toda la vida y sabía tan bien como yo que si lo acusaba iría a parar al mismo nicho que el bueno de su marido. En mi barrio las cosas funcionan así.

Bajó al momento, vestida de sport, como de estar por casa, con el pelo recogido en una coleta y la cara lavada, y a pesar de ello seguía blanca como la pared.

Poco después llegamos al hospital. En la entrada Lola me dijo que bajara y tirara la manta a un contenedor. La obedecí sin decir una palabra mientras aparcaba justo delante de una ambulancia. Unos enfermeros la atendieron rápidamente.

Al poco salió. Parecía serena, pero enseguida se derrumbó en mis brazos y se echó a llorar.Por el camino se quedó un poco adormecida, la emoción pudo con sus fuerzas. Yo la observaba y veía a una mujer sola, sin futuro.

Conoció a Juancar en septiembre del 96, cuando éste venía a trabajar en la refinería. Compraba dos kilos de limones todos los días en la tienda de su padre para verla. Me acuerdo perfectamente porque en esa época yo apilaba cajas vacías en un almacén que quedaba justo enfrente de aquella tienda.
La verdad es que Lola era un bellezón. Pero eso fue en tiempos mejores; ahora era una muerta de hambre más. Como sus hermanas al vender el colmado paterno, debería ingresar en la plantilla de las mujeres negras, las que limpiaban la jodida refinería. Juancar la había dejado tirada.



INADAPTADOS. DE JOE EZTRUMMER. FEBRERO 2009

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